26 octubre 2012

Música celta en el café Fígaro

25 de octubre de 2012

La música celta tiene aires de heroismo. Inyecciones de relax que recorren tu cuerpo. Ritmos familiares que despiertan tus sentidos. Instrumentos que con cuerda, percusión o viento transmiten alegría, pena y todo lo que se puede sentir entre medias. Música que lleva descubierta toda nuestra vida. E incluso más allá. Sin embargo, suena tan fresca que acojona. 

En el café Fígaro se daban cita tres amigos músicos para confirmar lo que he intentado plasmar en este primer párrafo. Pasión hacia unas melodías que parecen calmar bestias sin haberlas, detener relojes de sol. Un violinista, un contrabajista y un mandolinero dedicados a una tarea que cada vez parece ser más complicada: hacer música de lo que les apetece y no morir de hambre en el intento. 

En un bar que apenas llegaba a la quincena de asistentes, tres locos se ubicaron en una esquina alfombrada con ganas de disfrutar. Con algunos minutos de retraso para permitir a todo el mundo ocupar sus asientos, dieron inicio a un trozo de noche que, con la lluvia de fuera y el ambiente de dentro, bien podía haber sido del Dublín de hace muchos años atrás. 

Melodías instrumentales tradicionales irlandesas modificadas con gusto, donde reminiscencias de jazz y rock se dejaban ver para un material final digno de escuchar. De bailar y de aplaudir. Notas que se entremezclaban entre cuerdas y que desataban palmadas contras las piernas y golpes de pies contra el suelo.




Canciones no sólo creadas para motivar, ilusionar o homenajear a caídos, sino también para informar. Oígase como ejemplo Bonaparte Crossing the Rocky Mountains, que al parecer servía de periódico local allá por el siglo XVIII en tierras irlandesas para ver cómo iban las cosas por el viejo contiente. 

Con un "¿Pero sabéis cómo se llama el grupo?" empezó el concierto. Y no. No lo sabíamos. Y tampoco lo supimos ni durante el bolo ni al final. Pero tres tíos que son capaces de jugársela de esta manera. De arriesgar por lo que les ilusiona y hacer disfrutar al ciudadano medio. Granos de arena que hacen de Madrid un sitio al que volver, siempre, merece la pena.

Incluso con tiempo irlandés. 

11 octubre 2012

Lagwagon en el Altar Bar

9 de octubre de 2012

Los que me conocen saben que no soy un fan, ni de lejos, de la música punk. Y los que no lo sabíais, ya lo sabéis. Anda, qué bien, ¿eh? El caso es que la música punk nunca me ha podido transmitir nada. Esa energía, liberación de adrenalina y lucha social ya me la daban el rock y el pasodoble. Aunque por supuesto siempre he disfrutado de los grandes: The Clash, Ramones, Sex Pistols o The Stooges. Era ese nuevo punk americano de los noventa, liderado por bandas como Offspring o Bad Religion, el que no me alcanzaba ni lo más mínimo. Pero como soy un tío de mente abierta, decidí meterme en una espiral de punk con cuatro bandas del tirón, para darles otra oportunidad. 

En la que posiblemente sea una de mis últimas (digamos penúltimas) apariciones en la escena musical de Pittsburgh, PA, Lagwagon salía la frente de una noche en la que Useless ID, The Flatliners y Dead to me cerraban un cartel donde prometía no dejar títere con cabeza en todo el local. Ya fuera en la zona de "Se puede beber" o en la de "Ey, deja tu cerveza ahí coleguita". 

En una iglesia a reventar, Useless ID, The Flatliners y Dead to me hicieron bastante ruido. Justo el que me esperaba. Sólo The Flatliners dedicó algunas canciones donde se podía entrever cierta melodía acompasada. El resto parecía haber crecido con el equívoco pensamiento de que los watios y los desgañitamientos vocales siempre van en favor del espectáculo, al menos de los directos. O que cuanto más se revienten los tímpanos mejor se lo pasará la gente. Y habrá alguno que opine que sí. Pero las casi dos horas en las que estas tres bandas, alguna de cierta reputación, estuvieron el escenario, se agradeció mucho más el descanso entre ellas, donde se podía hablar. Donde recordabas ese sentido llamado "oído". ¡Yuhu!

Uno podría creer que era cuestión de la acústica de la sala. Pero en el momento en el que salió Lagwagon a escena quedó claro que más allá de arreglos; más allá de potencia y de intensidad (cosa que más o menos todo el mundo puede conseguir), existe el carisma, la presencia y las tablas. 


Sin poder comentar demasiado del setlist, pues el último (y único) disco que he escuchado de la banda fue Blaze, de hace siete u ocho años, el grupo me gustó. Fue una actuación divertida. No sólo por la postal sobre el escenario de un guitarrista gigante (más de dos metros) al lado de un bajista y un cantante relativamente pequeñitos con el pelo azul y amarillo. Sino porque entre canción y canción hacían bromas entre ellos, se metían al público en el bolsillo con comentarios muy de Pittsburgh y porque las canciones enlazaban unas con otras con el justo toque de pausa. 

Riffs sencillos y ritmos que llevan inventados mucho tiempo, pero que sacan una sonrisa de la boca sin ningún tipo de recompensa a cambio. Y eso no es fácil de decir a estas alturas en depende qué lugares. Pongamos como ejemplo Days of New y Weak. También hablaba a su favor que el cantante vistiera una camiseta de los rejuvenecidos Refused.

Supongo que esa es la esencia del punk. Energía, carisma y sudor sobre un escenario. Y en los aledaños. Pero que nos quede claro una cosa: estos tres componentes hay que saber mezclarlos en las dosis adecuadas. Porque si no se corre el riesgo de agotar, aburrir o deshidratar (mentalmente). 

Una noche en la que ni yo mismo me veía envuelto. Quizás la cercana despedida me dio el empujón definitivo para, incluso, pagar para ver una sesión intensiva de punk. Quién me lo iba a decir...